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amiga de los Adamson, por no sé qué negocio y que nunca me ha podido ver ni en pintura, quería que me hiciesen un juicio en el Tribunal de Menores, para meterme luego en Santa Rita. «¡Que se esté allí —dijo— vestido con bayeta amarilla y baje los humos!» Mi padre no hizo caso de semejante loca. Me contó bien todo el tío Ricardo y él y el tío Lorenzo me defendieron mucho y hasta se entusiasmaron. Luego papá dijo: «No ha hecho nada contra su honor». Salió entonces la tía Teresa, con que si los Adamson iban a pedir la indemnización económica por medio de la diplomacia, porque yo había atentado contra la vida de un súbdito inglés. Mi padre, ya, se echó a reír con eso. Todavía, insistió la tía Teresa en que todos creían que, de no llegar a tiempo los chóferes, yo le mataba.
Se acabó aquello con muchos cuchicheos de pasillos y como si hubiese un muerto en casa. Oí que, por fuera, muchos me llamaban «el criminalito de Martiarte» y se recordaban que en la playa de Ereaga, el otro verano, me defendí con un hacha pequeña, que me servía para ostras, de un guardia, cuando le pegó, hasta hacerle sangre, a mi perro, que se murió, el gran «Jauntxu». La verdad, que le tiré al guardia el hacha a la cabeza, rascándole, y se clavó, temblando, en un palo de toldo.
Los Adamson y sus amigos y muchos, por lo de la Gran Guerra, anglófilos, habían armado mucha campaña contra mí y a mí, de ellos, me importaba tres pitos. Sólo oía yo la voz de Isabel, que me gritaba desde la puerta: «¡Pedrito! ¡Pedrito, valiente!» ¡y qué hermoso también cuando le apartó a Willy tan fina, pero con aquel asco, y dejó de bailar por mí! ¡Cuántas ilusiones me hice yo con eso y con lo cariñosa que estuvo en la boda! Para mí, era todo, pero después de eso, no fue nada y ella se me volvió otra vez un misterio. ¡Qué desesperación la mía! Me quedó la esperanza hasta el último día por la tarde, que me mandaron, casi como destierro, a Andía. Al fin, fue lo mejor que podían hacer.
No quisieron mandarme con el coche. Me llevaron al tren de la tarde y me tomaron billete de segunda. A las ocho y pico llegué y salió Crispín, el jardinero, para las maletas. Le cogí el farol que traía y echamos a andar, yo delante. Hay un buen trecho hasta la casa y fuimos a pie, por caminos hondos de carro, con parrales arriba. No me olvidaré nunca de aquel cielo de estrellas, tantas y tan hermosas, que tuvimos aquella noche al ir hacia Andía. Y lluvias de estrellas. Luego, junto al cauce del molino, va el sendero de piedra, a ras del agua, que se puede caer uno, sin luz, y pasé por el sitio donde le vi a Isabel el primer día y es allí donde el pobre Mariochu, el de Aspe, se ahogó. ¡Y lo que era para mí aquella noche, con aquel cielo, el sitio aquel! Me daba golpes el corazón. Sólo se oía el agua del molino.
No había viajado nunca solo y empezaban a tratarme como a hombre. Pero, al salir de casa, mamá, después de darme un beso, me dijo al oído: «No sabe nada todavía la tía Clara». ¿Y qué me importaría que supiese? ¿Se figuraba que tenía yo dos años?
Al llegar, la tía me saludó en vascuence, según acostumbra. ¡Qué alegría me dio volverle a ver, aunque se me hiciese, a ratos, antipática! Otros ratos no había ninguna más buena. Decía mamá que era difícil de entender la tía Clara, pero ahora yo le entiendo y le adoro, por muchas cosas que pasa- ron después.
Vi que se conservaba siempre igual. Le va muy bien el traje negro, de cuello alto, que suele llevar siempre, con las perlas encima y el pelo gris, todo de rizos y muy corto. Se comprende lo guapa que habrá sido y no se le calculan los años. Le faltan dos o tres para setenta. Aquella noche le encontré, como el otro verano, sentada tan tiesa, en la esquina del diván verde, que es larguísimo, y está puesto debajo del tapiz sin figuras. Me imagino yo, a veces, pasear dentro de ese tapiz, que me encanta, porque es un bosque misterioso y hay allí muchos arroyitos, con flores y charcos en la hierba y una cascada entre las rocas. La tía jugaba con la cadenita de plata, que trae siempre sujeta a la cintura, para las llaves, y a los pies le dormía «Cholín», que quiere decir, en vascuence, «ligero de cascos». Ése no juega nunca con los de la cocina, porque es un persa azul, como un príncipe.
¡Qué diferente todo de Las Arenas! Qué paz había allí! Allí, cuando ladran los perros o cantan los pájaros en el jardín, se comprende lo quieto que está todo. Y luego las gallinas y los gallos y los carros, que chillan por el monte. Estaba abierto el balcón de par en par. ¡Qué misterio, cuando se callaban los grillos! ¡Y qué bonita, por dentro, la casa! En la chimenea y en el sitio de hacer el fuego, había una jofaina de plata, con rosas rojas, pero muy oscuras, casi negras y con unas espinas feroces. Dijo la tía que era su .tiempo y que le salían las rosas de Kamtchatka mejor que a nadie, mejor que a Luis Briñas, mejor que a los Ornes, de Begoña, y mejor que a los Narros, de Zarauz.
Había puesto rosas diferentes y algunas otras flores en cacharros antiguos y yo me acordaba, cuando Isabel, de muy pequeña, le solía ayudar en eso y la tía decía siempre: «¡Qué gracia la de esta criatura para arreglar los ramos!» La tía miraba alrededor, muy satisfecha, porque siempre anda así, mirando que todo le reluzca en orden, y lo mismo hace en la cocina, en el jardín y por toda la casa. Yo miraba también y estuvimos callados un poco. Dio las nueve el reloj, igual que en los tiempos de Isabel, y me dijo la tía: «¿Te gusta encontrar como siempre las cosas de la tía Clara?» Otra vez me había distraído, pero le pude contestar a tiempo: «Sí, me gusta mucho, sí, tía».
Yo no veía más que a Isabel en todas partes. Pensaba que tendría que venir aquella noche allí, por arte de magia, y me entraba electricidad por todo el cuerpo. Sentía como si ella estuviese invisible allí con nosotros. A la fuerza, me notaba la tía algo raro y que yo no era el de antes.
Además, al verme tan parado y siendo yo un carácter alegre, podría sospechar que venía a disgusto y que me divertía más en Las Arenas, cuando era todo lo contrario, porque en Las Arenas no podía más ya, ni tragaba la casa nueva, ni la gente, ni los chismes de la tía Teresa, ni quería vivir ya allí medio minuto, mientras que en Andía, desde que entraba, me consolaba todo.
La tía Clara me ha hecho siempre estar divinamente, dándome de comer más a mi gusto que en mi casa, aparte lo que significa para mí, en Andía, ver muchas cosas buenas en muebles y cuadros, que le tocaron a la tía de lo de La Rioja. Ella me ha enseñado, desde que empecé con la afición, a conocer lo antiguo y a entender. Por eso, cuando yo me puse a mirar el retrato de Isabel, allí en la consola, la tía creyó que miraba el cuadrito redondo, colgado en la pared, más arriba. Me preguntó lo que me parecía, porque era nuevo, y lo encontró en la casa de La Rioja, sobre un armario del desván, cuando fue para las vendimias. Me dijo que representaba un niño de Saboya y que tendría que ser de Vanloo. Me dijo después: «Ya sabes lo que dicen de mí las casheras: Andiaco serorea
«¿Qué quiere decir? —saltó ella enfadada—. Los muchachos de ahora no saben vascuence. Lo poco que sabías has olvidado. A la cocina vete, “astoandi”, burro, a aprender con Gertrudis. Aquello quiere decir
"La señora de Andía, aficionada a cosas buenas".» Luego me dijo más amable: «Bien, Pedro, vete a saludar a, las que no te han visto. Y aprende con Gertrudis, que vale por toda una Academia de la Lengua Vasca».
Me dio gusto bajar a la cocina. Pronto iba a estar la cena. Aquel olor y aquel calor me recordaba cuando Isabel y yo veníamos a robar patatas fritas. ¡Cuánto nos gustaba a los dos esa cocina, con tanto cacharro dorado! y aquella noche, ¡qué alegría me daba de ver el caldero sobre el fogón, colgado siempre allí de la cadena, las herradas, la pila y la ventana vieja de cristales con plomos! Dos gatos, que dormían muy bien, junto al fuego, echaron a correr al entrar yo.
A Gertrudis le gusta que yo sea el heredero de la casa «De éste, de éste todo ha de ser —les decía a las otras—. De éste, precioso», y a mí me avergonzaba una barbaridad el que dijera eso. Todavía me molesta más cuando explica si la tía me deja todo directamente a mí y a mi padre no. La tía, como era prima hermana del abuelito Ambrosio y de la rama mayor se ha considerado siempre jefa de los Andías, como sería, dicen, con el Fuero, y no quiso, de ninguna de las maneras, que papá se casase con mamá y ahora no quiere que a ellos pase de Andía «ni una teja, ni un puñado de tierra, ni un ochavo», según le han oído. Una vez, mamá le dijo a papá: «A pesar de sus ideas liberales y sus desengaños carlistas, ella te quería casar con esa carca de Arbeloa».
También dijo esa noche Gertrudis que la tíaetxe coandre es muy agarrada y cine allí agarradas tienen que ser lasetxe co andres, pero que yo seríajauntxu fino, gastador, rumboso,gastazle como el abuelo y que de la pobre Gertrudis, vieja, va me acordaría.
Antes de cenar, la tía me enseñó las caricaturas del «Punch», que ve siempre, y allí, en Andía, se recibe desde hace más de un siglo. Me dijo que eran muy graciosas, aun yo no lis entendería. Otras veces me explica cómo ha sacado el jeroglífico. Pero a ella la, que más le divierte es jugar a las cartas, aunque allí pocas veces encuentra con quién.
Al otro día, por la tarde, se puso muy nublado a primera hora y ella trajo del arca de los juegos, donde hay todos los juegos, un «puzzle» para entretenernos los dos y nos salían una diligencia y una familia, que merendaba junto a la fuente, mientras se cambiaba de caballos. Yo no veía el momento de que se acabase, para subir al cuarto mío a escribir a Joshe-Mari y terminar la carta, que la dejé para almorzar. De veras, yo no daba, en el «Puzzle», ni pie con bola y apenas me creía yo acertar una pieza, ella se empezaba a quejar: «¡Ay, qué torpe! ¡Ay, qué torpe de chico! ¿No comprendes que ese marrón es el de la nube y no puede ser el de la bota del niño?»
A. la tía le ha parecido siempre Pitusa prodigiosa porque hace el castillo de naipes con dos y tres barajas y hasta de once pisos, subida al fin sobre la mesa, en un taburete. La verdad, que impresiona. También la tía se entretiene con el Juego del Solitario, que son enredos del demonio, y con el Juego del Parquet. Más voy a decir todavía. La tía es infalible en el Juego del Bilboquete. A uno le deja con la boca abierta cuando hace saltar por el aire la bola de boj. No mueve el puño casi y da sólo un golpecito seco para arriba, como un tirón apenas. Entonces hace un aro en el aire el cordoncito verde y, ¡clac!, la tía Clara encaja la bola y ni lo has visto.
Esos últimos días de Las Arenas, que me tuvieron tan cerrado en casa, me dejaron salir en bote sólo una vez y a las siete, bien tempranito, a que me diese el aire. Ese día del bote, Chomin me miraba muy misterioso y casi se azaraba. El sabía de sobra lo de Adamson, porque todo se habla en los embarcaderos. Total, largamos las sereñas y estuvimos pescando unas dos horas, para un pancho cada uno, y sin decir ni pío. Tan temprano, hacía ya calor y sin viento, con una mar de aceite y el agua muy clara. Yo me eché un rato a proa, con la cabeza y algo del cuerpo fuera, como de mascarón y entre dos aguas veía ir las medusas. Cuando volvíamos a tierra, y todavía yo en traje de baño, Chomin soltó los remos y sacó la petaca de goma. A mí me extrañó que me ofreció, porque no se atrevía nunca antes y hacía como la vista gorda si yo fumaba a bordo de lo mío. Hizo el cigarro, muy calmoso, y me dijo mientras que liaba: «Difícil, pues, barra difícil de juventud o así ya hay. Pero se pasa. Hay que pasar la barra, Peru. Duro y avante, entrar en vida nueva. ¡Hay que pasar!» «Sí, Chomin —le contesté—, hay que pasar.» Fumamos el pitillo, sin hablar, al pie de Arriluce, y yo miraba la casa de Isabel, allá en alto, lejos, en los pinares. Volvimos a coger los remos y, en seguida, amarrábamos a la boya.
Bajé a tierra, que serían así como las diez, comí una tortilla y estuve escribiendo en el «Diario» el fin de lo de Willy. Vino Pitusa de la playa, a la hora de almorzar, y había estado bañándose con Pili. Le dijo Pili que, con lo de Adamson, yo había sido un héroe, igual que David, y que, una que tuviese corazón, si uno por ella hiciese eso, ella le adoraría. Pitusa le explicó lo mucho que me parecía yo a David mismo cuando David tenía así mi edad y lo de la foto, que mandó el tío Van Riel. Luego hablaron de cuando Isabel me gritó: «¡Pedrito, valiente!», porque ellas se lo oyeron. Dijo Pili que Isabel era una soberbia y muy lista y que había hecho eso para no quedar chafada y como de la parte del que había perdido, aunque bien que bailaba con él. Eso era mentira, porque Isabel, antes, dejó de bailar con Willy Adamson en cuanto vio la porquería que él me hizo.
Lo que sí era verdad es que yo me hice la mar de ilusiones y, luego, de sobra se vio que ella no hacía nada, ni cambiaba la situación mía lo más mínimo desde el día del barco. Supo que me mandaban a Andía porque Pitusa se lo dijo en Zugartzarte y, hasta el último día, yo me pasé las horas en mi cuarto, con una fe tremenda. Miré todo el tiempo la puerta del jardín, por la rendija de la ventana, a ver si ella venía con cualquier excusa y con Tiburtzi, que hace todo lo que ella quiere. Sólo me quitaba de allí para ir a escuchar el teléfono, en cuanto sonaba en el pasillo, por si sería ella. Para colmo, el viernes, antevíspera del viaje mío, poco antes de cenar, su madre entró en casa, con miss Bennet, a ver la tetera que les habíamos comprado a los rusos. ¡A ver si no tenía un buen pretexto! A mí, que Isabel hubiese aparecido en la verja de atrás, para que yo le viese, o hubiese pasado por delante de casa, donde siempre se forma paseo, y mirase para mi cuarto, me bastaba. Hay que fijarse que esos días estuve como en la prisión, y ella, vaya si lo sabía. Muchos amigos se ponían en el pretil del muelle y hasta me gritaban: «Sal, Pedrito», a ver si me dejaban asomarme, porque no se hablaba más que de mi asunto en todo Las Arenas. Una vez me asomé y el de Larreátegui, la mar de cariñoso, me gritó desde el muelle: «¡Eres un tío bárbaro!»
Aquél fue un desengaño grande, porque esperé mucho y, la verdad, me sentía muy orgulloso de cómo quedé en aquella lucha. Lo primero, cuando llegué a Andía, pensé pasarme el tiempo en la puertecita secreta que hay entre su jardín y el mío, para recordarme todo lo de ella en el sitio más
nuestro y más de siempre. Pero, luego, no quise ni acercarme siquiera por allí y empecé a pensar en dominarme bárbaramente. Yo no podía continuar así, medio idiota de los disgustos y sin parar nunca en el sufrimiento. Reflexioné lo mío muy en serio y me convencí de que si ella se había vuelto otra, yo también tendría que volverme otro. Me di cuenta en lo que me había convertido yo desde junio y de que, si seguía desesperándome por Isabel, me anularía por completo hasta hacerme nada, lo que se dice un pulga, y no servir más que para llorar. Por una historia de cuando teníamos entre ocho y once años iba a pasarme toda la vida con penas del infierno, para que, después, ella se quedase tan fresca en su trono. No es que yo pensara, como Pili, que Isabel fuese una soberbia, pero yo veía que por haber nacido ella muy diferente y por encima de las Otras, le tocaba siempre hacer de reina y yo como un esclavo.
Así que decidí, desde que llegué casi, ponerme con voluntad de hierro, como había querido yo siempre ser que tanto me lo admiraba Joshe-Mari. «¡Nada de hacerse débil! ¡Eso nunca!», gritaba yo dentro de mí, dándome a mí mismo esas órdenes y a rajatabla, porque, además, pensé, que en cuanto yo me achicase, ella me despreciaría con razón y como a poco hombre. Me impuse la obligación también de no escribir más nunca sobre el asunto de Isabel a Joshe-Mari y lo mismo en el «Diario».
Lo que no comprendía yo, por ejemplo, era lo de Jaime Larreátegui y otros, como Julito Eguía, siempre hablando de amor tan contentos y enamorándose cada verano de una y dos y hasta de criadas de sus casas o de casas de otros, como Jaime con Inés, la nuestra, por divertirse, darles algún beso y tocarlas. El amor era va, para mí, mucho más difícil y serio y me fijé que casi siempre y, en la historia, traía disgustos. ¡Figurarse Larra y Espronceda! ¡Vaya vidas!
Me propuse de seguir bastante el plan aquel completo de principios de verano, muy útil, y que ni lo empecé. Me inclinaba, también, a distraerme, hasta poniéndome, por ejemplo, con Pili en relaciones y a ver lo que haría Isabel. Me planté, lo que más, en la idea de no contentarme con que Isabel volviese a las medias palabras y a las medias tintas y que si me miraba un poquito o dejaba de bailar con el otro o me quitaba la mancha de crema. O una cosa o la otra. Le escribí a Joshe-Mari consultándole estas cuestiones y fui a la cama tardísimo.
A la noche siguiente, hacia las once, tuvimos un temporal fenomenal, que zumbaba la pandereta, con granizo, rayos y truenos. A mí me puso de un humor alegrísimo, y el que se hundiera el mundo me importaba entonces muy poco, de lo mal que me iba. Después, cayó un chubasco inmenso, que no paraba de llover, hasta que me dormí. No pude escribir en el «Diario», porque hubo avería de la luz. Por la mañana le dijeron a Gertrudis las pescaderas que en la mar hubo galerna fuerte y que de varias lanchas no se sabía.
Yo me acosté a oscuras esa noche y oía que temblaba el misterio. Ni sé cómo la casa resistía, y cayó cada rayo que se partía el monte. A mí me suelen poner en el piso de arriba, donde no vive nadie nunca, y, a ratos, desde que llegué, empecé a distraerme en registrar cajones de los muebles, pero me quedaba mucho todavía. Encontré la mar de cachivaches, monedas de oro y cajas de puros y pitillos del tío Sebastián, que murió. Me puse, como nunca, de tabaco.
Aquella noche, cuando arreaba más la tormenta, entró la tía Clara, que subió para ver si yo tenía miedo al rayo allí solo. Ella, para levantarse de la cama, se había puesto un traje de japonesa, negro, con bicharracos y pajarracos de colores, y una cofia de encaje. Traía en una palmatoria, de las de fanal de cristal, la vela del Trisagio encendida. Nos pusimos los dos a rezar por los que estarían en peligro en la mar y, en particular, dijo ella, por los de Bermeo y Elanchove. Varias veces, por el balcón, vimos toda la huerta y el monte, lo mismo que de día, con los relámpagos. A mí me impresionaba cuando ella repetía, muy viril: «¡Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal!» Me hizo la señal de la cruz, me dio un beso en la frente y se fue. Al poco se paraban los truenos y yo me dormía muy a gusto con el agua que llovía a cántaros y hacía glu-glu en los canalones, que me
sonaba igual que una música. Me acordaba de que en aquella Pastoral de Beethoven, que tocó la orquesta de Viena, en la Filarmónica, dijo el tío Ricardo que había lluvias torrenciales y muy alegres. Hasta abrí las ventanas para oír llover y el tejado chorreaba que era una gloria. Me parecía los buenos tiempos y olía el aire afuera lo mismo que entonces. Me acordaba los ríos y las presas que Isabel y yo solíamos hacer cuando llovía así por la noche. Desayunábamos a escape y corríamos a ver el terreno y si había inundación grande en la huerta de abajo. Ella solía ser la más madrugadora y me venía a buscar desde Mendive con el «aña» Tiburtzi. Una vez no me desperté y me tiraba piedrecitas a los cristales. ¡Si fuese ahora —decía yo entre mí— la mitad de aquello!
Por la mañana madrugué con un hambre grandísima y más gana de todo que otras veces. Además del chocolate, Gertrudis me hizo huevos fritos con longaniza y me subió de la bodega chacolí del bueno, porque ella siempre sabe dónde tiene esa llave la tía Clara. Yo le dije por qué no me sacaba nunca el clarete superior de lo que hace la tía en La Rioja, y mejor el rancio. Ella me contestó: «¡Quita, quita! Chacolí de casa, mejor mil veces que de Baquio y mejor que todo». Ella también se soplaba lo suyo y decía: «¡Fuerzas te da éste, sólo oler!» Me contó que la noche antes lasorguiña, una bruja suya particular, como para ella sola, le hablaba por la chimenea y le dijo cosas que no pueden contarse, porque si cuenta uno se morirá en el año.
Serían las nueve, y la tía, en esto, volvió de la iglesia. Gertrudis entonces escondió a escape la jarrita del chacolí y yo salí pitando para que la tía no me viese que desayunaba en la cocina. Me lo tiene prohibido. Bajé a la huertapor la puerta de atrás y me estuve allí hasta el mediodía, muy divertido con Edurne, que cogía fruta. Me gustaba algo esa chica, hija de Crispín, tan mona, de un año más que yo, pero igual de alta, con unos ojitos muy negros y los dientes muy blancos y más bien chiquita, pero bien formada. Me dijo que muy tarde había venido la fruta y que con el pedrisco algo también se había destrozado.
Fuimos a coger, lo primero, fresones, entre la paja muy mojada y algo caliente. La parte de abajo de la puerta se había inundado con lo de la noche y se formó el laguito contra las tapias, que le gustaba tanto a Isabel. De la parte de las colmenas corría el agua, huerta abajo, por los canalitos y hasta hacía cascadas, porque todo el terreno aquel va en escalones, con muritos de piedra. Había salido un sol espléndido y todo brillaba. No podía quitarme yo la idea de lo bien que se estaría desnudo. Después de los fresones fuimos a unos setos de arriba a cortar algo de grosella y frambuesa. Luego nos vino lo mejor, porque subíamos a varios árboles a coger peras, guindas y cerezas. Los albérchigos y melocotones andaban todavía muy verdes, como las ciruelas. Nadie se podrá imaginar lo que nos divertíamos y lo a gusto que estábamos, yo sobre todo, y sin acordarme de nada. Subíamos a los frutales sin escalera y ella sabía subir como un chico. Yo le decía eso: «Te vas a volver chico». «A mí, ¿qué me importa volverme chico?», me contestaba ella. Yo, entonces, le decía: «Sí, pero el servicio militar». «¡A ver mundo iré! —decía ella— Mejor que fregar suelos y darle a la escoba ya será.»
En el cerezo grande, que da cerezas gordas, muy prietas, y, dicen, las mejores del mundo, yo le puse a ella pendientes en las orejas y le enseñé también cómo se hace el nudo al rabito, dentro de la boca, con la lengua. Ella no lo sabía que eso existiese. Lo que nos pudimos reír con eso, por las caras que pones. Ella ni podía tener el rabito en la boca, porque lo echaba fuera, de la risa, al verme los visajes. Le hice llorar de risa. Se había sentado en una rama un poco más alta que la mía, casi enfrente, y ponía los pies en mi rama. Quería verse con aquellos pendientes y me decía: «¡Ay, si me regalaras un espejito!» Luego nos bajamos del árbol y jugábamos a correr, a cogerse uno a otro, con algo de escondite y ella daba cada salto fenomenal, cuando corría, hasta que se dio la costalada, de un resbalón, y, mientras yo le levantaba, se me cogía fuerte al cuello, cerrando los ojos.
Al volver a casa, cada uno con su cesta, nos tuvimos que parar un poquito, parque se salía la fruta de la cesta de ella, medio rota, y entonces decidimos de comer un fresón, el mayor de todos, a medias. Ella mordía por su sitio y yo por el mío. De poco nos dábamos un beso. ¡Si me hubiese visto Isabel! En esto se nos apareció, de repente, la tía, en el balcón alto de la parte de atrás de la torre. Desde allí arriba le gritaba a la pobre Edurne: «¡Maulokitara! ¡Bay, bay! ¡Txalxala! ¡Mutila!»
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